Literatura desde España

Festina Lente

Plácido W. Díez Gansert

Festina Lente…
…daba nombre a una isla semidesconocida al sur del Océano Indico, con un clima frío, en una latitud próxima al continente antártico. Se tardaba apenas un día en recorrerla a pie de un extremo a otro y contaba con  cincuenta y cinco  habitantes arremolinados en dos diminutas aldeas, una junto a la playa y la otra en las faldas de una colina que dominaba la isla. La población de la costa vivía de la pesca. La del interior de las labores del campo y del ganado. No había llegado la conexión a Internet ni tampoco funcionaba la televisión. Los lugareños  tan solo disponían de radio. 
Los festinios tomaban sus propias decisiones, pero dependían administrativamente  de una metrópoli europea que enviaba  decretos a los que nadie prestaba mucha atención. 

La isla contaba con un Administrador General, Michel, un ordeñador de vacas que disfrutaba emitiendo comunicados sobre lo que uno podía y no podía hacer. La isla no podía permitirse un cuerpo de policía y probablemente ningún habitante hubiera deseado ese cometido. Por eso los comunicados que Michel clavaba solemnemente en el tablón de la plaza suponían un mero pasatiempo, pues la isla no iba ni mejor ni peor con o sin sus grandilocuentes mandatos.

El administrador ejercía también de periodista, pues cuando la señal se oía nítida, algo no tan frecuente, él repetía las noticias que llegaban del exterior.

La vida de Festina transcurría plácidamente. Los festinios caminaban despacio. Los granjeros se ocupaban de sus cultivos y de su ganado que vendían o cambiaban en el puerto por pescado, o por trabajos de los artesanos. El apicultor traía los domingos su miel al mercado y los pescadores ofrecían su pescado en la lonja. Cada quince días llegaba un barco desde ultramar y se llevaba pescado y carne congelada a cambio de ropa, conservas y otros productos. Ningún lugareño vivía en la abundancia y nadie pasaba hambre. Naturalmente algunos poseían más vacas o pescaban más que otros pero esto no resultaba de capital importancia aunque a veces surgieran rencillas que el administrador dirimía al amparo de la autoridad.

La escuela había cerrado veinte años atrás pues apenas había niños y el último párroco, el anciano padre Castel, había muerto el año anterior y no llegó un nuevo sacerdote. Asimismo el médico de la isla se jubiló y regresó a su país natal y tampoco fue reemplazado.

Michel estaba tan indignado que proyectaba embarcarse a Europa para pedir explicaciones y soluciones.

Sin embargo, la vida en la isla seguía tranquila, apenas nadie se ponía enfermo, los hijos aprendían de sus padres y los festinios hablaban a solas con Dios.

En esto una tarde de marzo la radió anunció una horrible noticia: La peste asolaba el viejo continente y amenazaba al resto del mundo. 

Recomendaban por la emisora medidas preventivas. Máscaras, guantes, aislamiento. Pero los festinios no disponían de nada más que de su preocupación. Esta vez obedecieron las consignas, los pescadores salaron su pescado y no volvieron a salir al mar, los ganaderos sacrificaron algunas piezas, el apicultor hizo acopio de miel y cada uno trató de arreglárselas para salir adelante.
A la semana salió a la luz el primer caso. Michel, el administrador general, probablemente contagiado del último barco, se había infectado y murió unos días después.
La isla se sumió en la tristeza. Nadie tenía ganas de hablar, nadie salía de casa. Los campos estaban abandonados, no llegaban barcos al puerto, la radio acabó por estropearse y Festina quedó enterrada bajo un manto de silencio.

Juan, un joven pescador, hábil con las reparaciones de los barcos, sacó fuerzas de flaqueza y se las arregló para reparar la radio tras varias semanas de incomunicación desesperada y tomó el micrófono:
" Hermanos festinios, es hora de levantarse. Basta ya de penar, dejemos  de clamar contra la metrópoli, de atemorizarnos de posibles contagios. Para salir de esta situación sólo podemos bastarnos con nosotros mismos y rogar. Reflexionemos. Caminemos despacio pero con convicción, como lo hemos hecho siempre. Puesto que no conocemos la naturaleza del mal, no podemos combatirla desde la resignación. Trabajemos, si hemos de morir luchemos por la vida, no agonicemos en silencio. Vivamos en paz, sin reproches, el mundo es un lugar imperfecto y cada uno de nosotros, si lo anhelamos, podemos contribuir a hacerlo un poco mejor. No nos sumemos en la barbarie. Mantengamos la moral firme. Si nos abandonamos, el virus nos habrá derrotado para siempre”.

Las palabras de Juan encontraron eco en sus vecinos. Trataron de apaciguarse, serenar ánimos y regresar a sus tareas. La mitad de los festinios sucumbieron bajo la peste en ese tiempo y fueron enterrados en hilera en el cementerio al otro lado de la colina. Los vivos lloraban y trabajaban. Juan les insuflaba ánimos día y noche. Sus palabras se agotaban y no encontraba nuevas.

Al fin, cuatro meses más tarde llegó una solemne proclama de una institución mundial de la salud que anunciaba una vacuna salvadora. El medicamento llegó a Festinia en un carguero y un doctor lo administró a los veintiséis supervivientes. La isla y la humanidad se habían salvado del horrible envite.

Llegó la hora de la reconstrucción. Los barcos estaban carcomidos, los campos abandonados y el ganado moribundo. Sin embargo los festinios abrazaron su destino, henchidos de fuerza y animosos de poder reemprender su existencia. Gozaron de estar vivos pese a las privacidades, de poder hablar unos con otros sin temor, de compartir su tiempo con amigos y mirar al sol con esperanza.

Juan, nombrado nuevo administrador general, renunció a su cargo que quedó vacante desde entonces y se dispuso a escribir este cuento para que las generaciones posteriores de isleños no olvidaran lo que había ocurrido en Festina Lente.

Plácido W. Díez Gansert

Plácido Díez W. Díez Gansert, nacido en Pamplona, España en 1971 y licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid es un novelista realista que edifica su literatura sobre su enorme bagaje cultural que adquirió a través de  los sesenta países adonde ha viajado y sus vivencias  en México, Brasil y Alemania.

Tuvo el privilegio de residir en Puebla durante un largo periodo y que suponía para el autor la etapa que más influencia tuvo en sus obras literarias. Reitera que guarda recuerdos entrañables de su experiencia vital y profesional de aquel tiempo y desde entonces ha sentido un profundo arraigo al país que permanecerá siempre en su corazón.

En 2009 publica su primera obra, “El Profesor” una trama de dos hombres, un banquero y un profesor de filosofía que se disputan el amor de una mujer indecisa. Tras la excelente acogida de su novela decidió dejar a un lado el mundo corporativo y dedicarse íntegramente a la literatura.

Desde entonces ha publicado siete novelas más. La última hasta la fecha “El Reencuentro”, presentada el pasado mes de marzo, dibuja a un ejecutivo español, quien tras largos años trabajando en París regresa a Madrid encontrándose con un escenario inesperado, donde se revelan los problemas identitarios y las convenciones de la sociedad burguesa.
Las novelas de Plácido Díez, caracterizadas por su vigorosa tensión narrativa, están enhebradas con una prosa sencilla y amena y se enmarcan en el género del Realismo Social Contemporáneo, donde se ponen de manifiesto las inquietudes, ansias, éxitos y fracasos de individuo actual.

Más información sobre este autor:
www.placidodiez.es

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